LA MALORA DEL MONTE

En los tiempos en los que la única forma de cocinar era con la leña que nos brinda la naturaleza, aquellos donde los fogones se alimentaban con el carbón que se hacía en las carboneras, las cuales se alzaban enormes e indomables en lo profundo de los montes, justo ahí comienza esta leyenda…
Doña Isabel vivía en la vereda Santa Brígida junto a su esposo y sus hijos. Eran campesinos que hombro a hombro trabajaban muy duro la tierra, pero como ese trabajo no es bien remunerado, también se rebuscaban la vida haciendo carbón en lo profundo del bosque, el cual cargaban desde la montaña en mulas para venderlo en el pueblo. Para hacer el carbón tenían que talar una gran cantidad de árboles. Después, hacían enormes montañas de leña, las cuales ocupaban gran parte del bosque. Finalmente, procedían a encender el centro de la leña que estaba arrumada; debían cerrar todas las entradas de aire y abrir pequeños huecos para dejar salir el humo.
De esa manera evitaban que la leña se encendiera tratando de hacer un horno, a estos hornos artesanales se les conocía como carboneras. Este proceso tomaba varios días hasta que el carbón se enfriaba, momento en que ellos podían empacarlo para sacarlo al pueblo. Aunque el esposo de doña Isabel era quien en la mayoría de las veces se encargaba de hacer todo el proceso, en algunas ocasiones era ella quien tenía que encargarse de cuidar la carbonera para que no se quemara y así no se dañara el carbón.
En cierta ocasión, a ella le tocó cuidar la carbonera. Salió temprano de su casa acompañada de sus dos hijos mayores, pues, le daba miedo estar sola en esas montañas tan alejadas de su casa. Después de recorrer un camino largo y difícil en el que tardaron alrededor de seis horas, llegaron a la carbonera. A un lado de toda la leña que se convertiría en carbón estaba una especie de cambuche hecho de palos y hojas en el que podían dormir sus hijos mientras ella permanecía despierta cuidando que la carbonera estuviera sin ningún fallo.
Después de acomodar a sus hijos, ella se dispuso a hacer su trabajo. La noche cayó sobre el gran bosque y con ella un sinfín de animales empezaron a cantar y hacer del bosque una gran sinfónica que rompía el silencio. Pero antes de llegar la medianoche, los ruidos de los animales del bosque fueron interrumpidos por un ruido indescriptible. Un sonido horrible y desgarrador llenó de escalofríos el cuerpo de doña Isabel. Ella tenía tanto miedo que se quedó inmóvil y no lograba respirar. Lentamente sintió que la muerte la estaba llamando y que se la llevaría esa misma noche…
Cuando logró recuperar el aliento, corrió hacia donde estaban sus hijos y despertó al mayor que tenía 15 años. El joven, aún confundido por lo que le contó su madre y casi dormido, se levantó y salió temblando de frío para acompañar a su madre y así intentar calmar su desasosiego. Pasados algunos minutos, madre e hijo regresaron al cambuche tras escuchar tres gritos más y quejidos de dolor que parecían salir de miles de moribundos dando su último aliento. Tenían mucho temor, sin embargo, los dos se hacían compañía y sus corazones sentían un poco de tranquilidad. Pasado un buen rato el miedo desapareció y la selva volvió a ser tranquila como antes.
Al terminar de hacer el carbón, doña Isabel y sus hijos regresaron a casa. Ella le contó aquella historia a su esposo. Él sin titubear le confesó que aquel espectro del más allá siempre se lo escucha en las montañas, y en algunas ocasiones enferma a todo aquel que lo escuchaba. Además, le contó que en muchas ocasiones ha llevado a la muerte a las personas que lo escuchan. Y como si fuera poco, le dijo que una de las cosas más aterradoras de aquel espectro llamado “La malora”, era que aquel demonio tenía una habilidad especial: “Cuando uno está en el bosque y el grito se escucha a lo lejos, en realidad es porque el demonio está muy pero muy cerca… Pero cuando se lo escucha como si estuviera cerca a uno, es porque está más lejos de lo que uno se imaginaría”.
A pesar de lo ocurrido, a Doña Isabel no le quedó de otra más que ir en varias ocasiones a cuidar y trabajar en las carboneras. Eso sí, siempre en compañía de sus hijos. Y aunque en muchas de esas veces ella siempre escuchaba a “La malora”, no tenía más remedio que resignarse y rezarle con fe a Dios para que la ayudara y el demonio se fuera. Y justamente gracias a su fe, ella nunca enfermó y continuó trabajando para obtener dinero para el sustento de su familia.
Fin.