LA CASA DEL BRUJO

Cuando tenía alrededor de los 8 o 9 años de edad, vivía con mis seis hermanos, mis padres y mis abuelos, en una enorme casa que era un poco antigua pero bastante acogedora. Mis abuelos la construyeron en su juventud con elementos propios de la época, tales como: tejas, pilares de eucalipto y la tapia… un tipo de muro hecho con barro fuertemente pisado y revuelto con paja…. La casa era bastante amplia y estaba rodeada de todo tipo de plantas medicinales: había manzanilla, romero, ajenjo y otras que son utilizadas para hacer medicina ancestral. El patio estaba lleno de flores de todos los colores. Y justo al frente, a varios metros, había un árbol de quillotocto donde las gallinas se subían a dormir como a eso de las cinco o seis de la tarde, justo cuando el sol se comenzaba a ocultar, todo dependía de la temporada del año en la que estuvieran…
La cocina era grande y las paredes eran de color negro debido al hollín que se genera al cocinar con leña. Las habitaciones tenían el mismo tamaño que la cocina y el techo se ubicaba a más de tres metros sobre el suelo, lo que hacía que las piezas se vieran aún más grandes de lo que en realidad eran y se sintieran mucho más frías. Además, las casas de aquella época contaban con una especie de sótano en el techo conocido como soberado, donde se guardaba todo tipo de herramientas como las canastas, ollas, costales y los granos de las cosechas de la finca, entre otras cosas.
En aquel entonces, empecé a notar que cosas extrañas ocurrían en aquella casa. en algunas ocasiones, durante las noches se escuchaban ciertos ruidos que nos despertaban a mi hermano y a mí, con quien compartía la cama. Como él era dos años mayor que yo, me tranquilizaba diciéndome que seguramente era el gato tratando de robar la carne del soberado, o quizá eran los perros que peleaban afuera de la casa y yo le creía.
Sin embargo, en una de esas noches mi hermano me despertó. Me sacudió suavemente del hombro mientras decía en voz baja “¡Eloy… Eloy…!”. Entre dormido me desperté y en medio de la oscuridad pude distinguir que mi hermano estaba recostado sobre la tarima de la cama en posición de alerta. Con susto y con voz entrecortada pregunté “¿Qué pasa?”, pero él casi sin aliento y sin voltearme a ver respondió “¿No escuchaste…? ¡No escuchaste!”. No entendía de qué me hablaba y de nuevo dijo “Escucha, parece que hay un hombre en el techo…”.
Guardé silencio y contuve la respiración por un instante. Mis ojos se mantuvieron fijos en el fondo de la habitación, donde por la oscuridad apenas y se distinguía. Por un momento, no escuché nada. Sin embargo, después oí que una de las tejas se partía lentamente, justo encima de nuestra habitación, luego otra más. Mientras las tejas crujían al ser presionadas unas contra otras, sentía los pasos que lentamente se desplazaban a la habitación de mis padres. No supe qué hacer. Mi corazón latía rápidamente, podía escucharlo retumbar en mi cerebro. El miedo se apoderó de mí y quedé congelado.
Tenía miedo, sentía que lo que estaba en el techo rompería las tejas y caería sobre nosotros, pero el sonido se detuvo. Luego, escuche la voz de mi hermano “¡Los ladrones! ¡Debe ser algún ladrón!”, dijo él. Eso me hizo reaccionar y respondí “Tenemos que avisarle a mi papa”. Pasaron algunos minutos mientras nos llenábamos de valor para levantarnos, y lo único que se escuchaba era el viento pasando y chocando contra los árboles. Después, preferimos acostarnos, nos calmamos y tratamos de dormir. Al siguiente día, decidimos no recordar lo sucedido.
Pasaron algunos meses y mi mente ya no lo recordaba más. En casa siempre había gente y eso evitaba que tuviese miedo alguno. Hasta que cierto día estaba jugando en la habitación con un rompecabezas de madera. Pasadas algunas horas, me aburrí y lo desarmé dejando todas las piezas tiradas por el suelo. Abandoné mi habitación y me dirigí a la cocina para pedirle a mamá que me dejara ir al sembradío donde estaba papá. Mamá me dio el permiso y la única condición que me colocó fue que recogiera mis juguetes.
Di la vuelta, atravesé el pasillo y regresé a mi habitación. Pero… ¡Vaya sorpresa la que me pegué! Mi hermano estaba en cuclillas recogiendo todos mis juguetes. Estaba callado y muy concentrado en lo que hacía. Sin embargo, algo no estaba bien. Lo llamé por su nombre, pero no respondió. Ni siquiera se movió. Recorrí la mitad del pasillo para regresar a la cocina y desde ahí le grité a mi mama “¡Mamá, mi hermano ya los recogió!”. Mamá se asomó de la cocina y de inmediato vino a mi habitación. Entró y después de un momento dijo “Aquí no hay nadie. Tu hermano está con tu papá ayudándole desde la mañana”. Volví a entrar y… sí, en efecto, no había nadie y todo estaba en el suelo tal y como lo había dejado cuando estaba jugando.
Pasados algunos años, recuerdo que los ruidos y extraños sucesos se convirtieron en parte de nuestra vida cotidiana. Aunque para aquella época comencé a comprender la causa de aquellos extraños fenómenos, pero por mucho tiempo intenté creer que eso sólo era una suposición mía. Sin embargo, todo ello cambió cuando tuve 16 años. Mi hermano mayor tenía una novia que vivía en otra vereda y caminando quedaba alrededor de una media hora de la casa de ella hasta la nuestra. En muchas ocasiones, mi hermano salía en la noche para encontrarse con ella.
Una noche, como a eso de las nueve, salió de casa mientras toda la familia nos quedamos alrededor del fogón. Nos encantaba charlar un rato mientras nos abrigábamos. Después, nos íbamos a dormir. Pero aquella noche, y tan sólo después de algunos minutos, mi hermano regresó gritando “¡Aaaaaalas! ¡Allá encima, por el lindero de los pillos, está llorando un guagua de unos seis 6 meses! ¡Vayan a verlo, afaaaaanen!”. Desconcertados, nos miramos unos a otros. Mientras tanto, mi hermano seguía gritando “¡Se puede morir! ¡vayan rápido! ¡Yo me tengo que ir a ver a mi novia!”. De un momento a otro, salió a toda prisa y sólo escuchamos el golpe seco de la puerta.
Como cosa rara, mi mamá que era bien afanada, inmediatamente le ordenó a una de mis hermanas que saliera a buscar al niño. Para mi desgracia, me miró y dijo “Andá y la acompañas vos como hombrecito que sos”. A regañadientes, y sin mucho ánimo de salir, me paré y tomé la linterna Eveready. Después, agarré la peinilla que nunca falta en el campo. Mi hermana también agarró su peinilla y salimos en dirección de la zanja de los pillos.
Cruzamos la puerta de la cocina y no se veía nada porque todo estaba oscurísimo – en ese entonces, no había energía eléctrica por esos lares -, y las lámparas de querosín apenas iluminaban uno de los cuartos. Seguimos caminando por el alar de la casa y nos fuimos por donde las gallinas dormían, pues, aquel lugar estaba iluminado con la linterna. Minutos después, y tras una breve caminata, en medio de la oscuridad se comenzó a escuchar el llanto de un bebé. “¡Ay, ha sido cierto lo del guagua!”, dijo mi hermana. Traté de aclarar con la linterna por donde escuchábamos el llanto, pero fue en vano porque no se podía distinguir nada. Aligeramos el paso y tratamos de seguir aquel llanto que cada vez se hacía más fuerte.
Conocíamos todos los rincones de la finca y sabíamos de qué lugar provenía aquel llanto. “Por allá está. Pobrecito, lo han dejado escondido entre las matas de chilca, justo al lado de los pillos”, con tristeza dijo mi hermana.
De un momento a otro, el llanto se detuvo como si se hubiera cansado de llorar. Nos afanamos a caminar y cuando llegamos iluminé buscando con la linterna, pero no había nada. “¿Vos los vis?, yo no veo nada”, dije desconcertado. De repente, cuando estábamos dando vueltas buscando por esa zona, otra vez escuchamos el llanto y se escuchaba cerquita, como si estuviera en los pies de mi hermana. Ella estaba frente de mí. La iluminé con la linterna, pero fue en vano. No había nada. Fue entonces cuando se escuchó a lo lejos en la zanja. Pasamos algunas matas de sigse y unos picuyes altos, nos asomamos e iluminamos con la linterna, pero no había nada.
De repente, otra vez se escuchó el llanto. Sin embargo, esta vez provenía de más abajo, como a unos 10 metros. Era como si hubiera brincado la zanja para meterse a la otra finca debajo de un árbol de capulí. Fue en ese ratico cuando un indescriptible miedo recorrió mi ser. Se me erizó la piel y las manos me sudaban. Incluso los cabellos de mi cabeza se pararon y parecía que se me iba a salir el sombrero. Miré a mi hermana, quien estaba parada al lado mío, y me dijo “Vámonos, nos puede pasar algo. Eso no es un niño”. Después, me agarró de la mano y empezamos a caminar a toda prisa.
Nos olvidamos del camino y nos enderezamos por el cultivo de maíz. Mientras caminábamos, parecía que alguien nos seguía, pero el miedo no nos dejó mirar hacia atrás. Primero caminábamos. Después, prácticamente corríamos, casi que volábamos, por el miedo que inundaba nuestro ser. Cuando llegamos a  la esquina de nuestra casa, nos llenamos de valor y entramos a la cocina. Aún asustados y con la voz entrecortada, nos sentamos y le contamos todo a nuestra mamá.
Algunos años después, los hijos de mis hermanos vivían enfermos y siempre estaban con médicos, brujos o yerbateros. A pesar de eso, algunos murieron con extrañas enfermedades que nadie pudo curar ni tampoco explicar. Eso motivó a que mi madre llevara a un chamán a la casa para que hiciera una limpieza. Y fue él quien dio a conocer la razón de los extraños fenómenos.
Nos preguntó si alguien de la casa era un curandero, a lo que mi madre respondió que sí, que su padre fue curandero cuando vivía. Entonces, el chamán señaló que “Eso tiene mucho sentido. Aquí habita un espíritu y está muy enojado. Seguramente su señor padre no tuvo cuidado cuando curó a algún enfermo, es por eso que ese espíritu lo siguió hasta aquí. Este espíritu no los va a dejar en paz. Está casa lo hace fuerte cada día. Así que la única solución es que lo tratemos de encerrar aquí para que no los siga a otra parte”.
Hicimos todo lo que el hombre dijo y nos mudamos a un nuevo hogar. A la vieja casa le quitamos el techo para que se derrumbara lo más rápido posible y nunca más nadie entrara de nuevo allí. Actualmente, ya no queda casi nada y a duras penas si se distinguir una que otra tapia cubierta por la hierba…
Fin.
Guagua: Diminutivo de niño. Niño en lengua indígena.