EL ESPECTRO DESCONOCIDO
Corrían los tiempos de luna menguante y los preparativos para la velada de San Bartolomé, en la vereda Güitungal, estaban casi listos. Se esperaba la llegada del Santo a las 11 de la mañana. Como a eso de las 10 a.m. Se escucharon a lo lejos los primeros cuetes que avisaban a la comunidad que el “santico”, como muchos le dicen de cariño, se acercaba para la velada. Todos los de la vereda se empezaron a preparar para salir a recibirlo. Pasados unos minutos los cohetes se escuchaban cada vez más fuerte.
De repente se escucharon a unos metros de la casa de Don Segundo, quien presuroso cambió la ropa sucia de trabajo por su mejor atuendo, tomó la ruana y su sombrero de lino, como era su costumbre, se despidió de todos con un grito y atravesó rápidamente el portón de la finca. Caminó lo más rápido que pudo, cuando desde la curva del camino pudo ver a un gran tumulto de gente que animadamente conversaba y compartían con sus amigo y conocidos.
Más atrás, y entre la multitud, se encontraban los encargados de cargar a San Bartolomé: dos de adelante y dos de atrás eran necesarios para mantener el buen ritmo de la caravana. Don Segundo saludó a todos los amigos con un fuerte apretón de manos y un saludo de “buenos días” para todos. Sin perder más tiempo, le hicieron señas de que ayudara a cargar al Santo. Rápidamente se sacó la ruana, la dobló, la colocó sobre sus hombros y dio el cambio al que se veía más cansado.
Cuando llegaron a la casa donde se haría la velada, miró que el altar donde se ubicaría al Santo estaba muy bien decorado; tenía flores de todo tipo, velas y cortinas blancas y rojas. Finalmente, dejaron a San Bartolomé en el altar. Y, acto seguido, fueron bien atendidos por los anfitriones de casa. Les ofrecieron chicha para la sed y aguardiente para matar el cansancio. Después de descansar, rezaron dos rosarios. Al terminar, fueron invitados a almorzar y después todos regresaron a su casa, no sin antes ser invitados para asistir a la velada de la noche.
A eso de las 7 p.m., Don Segundo regresó donde estaba San Bartolomé para ayudar en la velada. Las rezanderas dirigían las oraciones con gran maestría y elegancia, adornándolas de cantos y alabanzas. Por otro lado, estaban los de la banda que tenía flauta, clarinete, trompeta, bombo y caja; ellos amenizaban a cada nada las oraciones recitadas al ritmo de la música escuchada en las misas.
Don Segundo pasó la mirada por todos los rincones de la sala, buscando el lugar perfecto para sentarse. Muy cerca de la esquina, justo a un lado del altar, encontró a una vieja amiga llamada Nancy que tenía un asiento disponible para él. Se acercó. Saludó respetuosamente a los que se encontraban cerca y se sentó a escuchar el santo rosario. Con frecuencia los encargados de la velada repartían chicha para la sed y hervidos para el frío, también daban café con pan y confites. En un abrir y cerrar de ojos las horas pasaron rápidamente entre rezos, comida y conversas.
Eran casi las 11 de la noche cuando se realizó una pausa en los rezos. Repartieron la comida para que los presentes tuvieran fuerza suficiente para continuar rezando durante toda la noche. La comida estaba caliente y era perfecta para avivar los músculos que ya casi no se sentían por el frío de aquella noche. Al terminar de comer, don Segundo llevó el plato a la cocina y dio las gracias. Luego, miró su reloj y decidió que era hora de regresar a casa para descansar. Tomó la ruana que había dejado sobre su asiento y en ese momento doña Nancy le preguntó si ya se iba para su casa, él respondió afirmativamente, y ella le pidió que la acompañara hasta su casa porque tenía miedo de caminar sola.
Salieron de la habitación. Él frotaba las manos para calentarlas. Mientras tanto, ella se envolvía en su chalina. En el patio se encontraron con doña Ismeña, una señora que vivía cerca a la casa de doña Nancy, así que les dijo que ella también se iba y que, por favor, la esperaran un momento mientras se despedía de San Bartolomé.
Emprendieron el camino acompañados por la luz de una linterna que tenuemente borraba el velo oscuro de aquella gélida noche. Una buena conversación les ayudó para que el camino se hiciera más corto. Cuando llegaron al estrecho puentecito, ubicado sobre una quebrada de abundante agua cristalina, doña Ismeña se alejó un poco porque su paso era mucho más rápido que el de doña Nancy y don Segundo. Mientras ellos mantenían su paso lento y calmado, al poco tiempo ya no podían distinguir a doña Ismeña, tan sólo observaban un bulto negro.
De repente, el clima cambió. Un fuerte viento sopló y el frío se hizo sentir por todo el camino. A lo lejos, justo detrás de ellos, se escuchaba una yegua que no paraba de relinchar y resoplar como si viniera a toda prisa hacia donde estaban. Los cascos sonaban cada vez más fuertes y por alguna razón, ella pensó que era su papá quien iba en la yegua. Sin embargo, sintió mucho miedo porque su padre era un hombre muy bravo que no le permitía salir con ningún hombre.
Además, aparentemente ella estaba aquella noche acompañada sólo por un hombre, así que sentía temor de lo que su padre pudiera pensar y de las consecuencias que esto traería.
Cuando la yegua se acercaba más, don Segundo trató de ocultarla tapándola con la ruana, pero cuando estuvo a punto de llegar, lo único que los alcanzó fue un viento helado que los inundó de escalofríos. Aumentaron el paso para tratar de alcanzar a doña Ismeña, pero ella ya no se veía ni apuntando hacia adelante con la linterna. Pero mientras caminaban escucharon otro ruido detrás de ellos, esta vez era un señor que resollaba durísimo como si estuviese cansado. ¡Pulum, pulum! se escuchaban los pasos. “Es mi papá que bajó de la yegua y viene a pie para alcanzarnos”, dijo ella.
El miedo recorrió sus cuerpos, se sintieron débiles e indefensos ante algo que los observaba desde la oscuridad. Se miraron para sentirse acompañados y él la abrazó para tratar de ignorar su miedo y el de ella. Caminaron apresuradamente y se dijeron en voz baja que eso no era su papá sino otra cosa de más allá… “¡Corra don Segundo, corra! ¡Doña Ismeña ya nos dejó!”, dijo doña Nancy. Corrieron y el ruido de una persona que los seguía y que respiraba muy lentamente los siguió hasta la esquina de la casa de doña Nancy, donde arrimada en una columna doña Ismeña los esperaba. Estando allí sintieron un gran alivio y tranquilidad al ver que no estaban solos.
Doña Ismeña se despidió y por una esquina de la casa se fue para la suya sin saber lo que había pasado aquella noche. Por su parte, don Segundo tenía que regresar por el mismo camino para llegar a su casa, fue entonces que doña Nancy le pidió que no se fuera, sino que se quedase con ella. Sin embargo, y tras charlar un rato, él se despidió y cogió el camino de regreso a casa.
Mientras caminaba, el viento y la presencia que habían sentido antes estaban de vuelta. Pero esta vez don Segundo y estaba solo. Así que sintió tanto temor que hasta los cabellos se le colocaron de punta y un sudor frío le recorrió todo su cuerpo. Como en aquel entonces el porte de armas no estaba tan controlado como ahora, y cualquier campesino podía tener una, él siempre llevaba consigo un revólver en su cintura. Así que, al verse lleno de miedo, y al temer por su vida, tomó la linterna, la giró y alumbró el camino. Después, y llenándose de valor, preguntó con vos fuerte para llenarse de valor “¿Quién carajos es el que me jode tanto?”, pero nadie respondió.
Continuó caminando, pero el ruido se siguió escuchando y la presencia detrás de él no desaparecía, se escuchaba como un hombre con respiración entre cortada que por momentos desaparecía. Sin pensarlo más, desenfundó su arma y disparó un tiro al aire para espantar a cualquier bromista. Pero no sirvió de nada porque el resuello continuó y los pasos se seguían escuchando, así que con un poco de rabia y miedo volvió a hacer otro tiro al aire. Cuando por fin salió del callejón a la carretera que une a Córdoba con Ipiales, la presencia se alejó. Un poco después, y tras llegar al puente del río, sintió que aquella presencia se deslizó por una de las orillas y se sumergió en el agua. Don segundo caminó sin parar hasta que llegó su casa, y estando ahí, por fin sintió paz y seguridad.
En casa, doña Nancy se preparaba para acostarse en la cama de su cuarto, el cual era un añadido que sus padres hicieron y que sólo tenía una puerta de entrada y de salida. Además, el cuarto no se comunicaba con la casa, excepto por el pasillo de afuera. Justo en el momento en que ella estaba acostada y estaba a punto de cerrar sus ojos para descansar de tan espantosa noche, sintió como si alguien estuviera detrás de su puerta. Escuchó pasos y una respiración intensa, pero nadie llamó a la puerta. Sólo escuchó que, de un salto, algo o alguien subió a su tejado.
Pasos fuertes se escucharon en el tejado y la respiración agitada de la cosa que estuviese arriba golpeaba el techo tratando de levantarlo. Ella temblaba de miedo y no tuvo valor para pararse y prender la luz. Mientras tanto, afuera los perros empezaron a ladrar desde el otro extremo de la casa. Tras llegar a la puerta de su cuarto, repentinamente dejaron de ladrar y empezaron a aullar. Los mayores dicen que cuando los perros aúllan es porque el alma de un muerto está recogiendo los pasos. Doña Nancy estaba tan asustada que pensó en lo peor, por un momento creyó que le había ocurrido algo terrible a Don Segundo de regreso a casa e imaginó que su alma era la que estaba tratando de entrar a su pieza…
Al siguiente día, ella madrugó y fue a buscar a Don Segundo. Quería confirmar que todos sus pensamientos no eran ciertos. Y, tras hacerlo, ella le resumió la historia de lo acontecido en su casa la noche anterior, después de que él se fuera rumbo a la suya.
Fin.